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26 de julio de 2011

Santa Juana de Arco, la joven detrás de la leyenda

Hace poco, durante un curso, un sacerdote comentó que muy a menudo nuestra percepción de los santos es incorrecta. Nos asombramos e interesamos más por sus prodigios y por sus hechos extraordinarios, que ignoramos la verdadera razón por la que alcanzaron la santidad: por la vivencia heroica de las virtudes.
Juana de Arco, una joven francesa que pasó a la historia(y a la leyenda) como la persona más joven en dirigir un ejército, y como una heroína de Francia, fue, antes que nada, una heroína en su propia vida.
Juana de Arco, santa Juana de Arco, ganó con su vida la mejor de las batallas. Peleó el buen combate de la fe, y conquistó la vida eterna. Aprendió a abandonarse en el amor de Dios, y dar testimonio de Él ante los demás.
Más allá de sus hazañas, más allá de sus dones, más allá de lo que la Historia dice de ella... Juana de Arco ante todo fue una joven como nosotros que puso empeño en su vida para acercarse al que ella amaba más: Dios mismo.


Juanita
En su pueblo, la llamaban "Juanita". Era una de los cinco hijos del matrimonio de Jacobo de Arco e Isabelina Romée. De pelo negro y ojos azules, piel morena y manos curtidas por el trabajo en el campo, Juana de Arco era una niña ejemplar. Nació el 6 de enero de 1412 en la villa de Domrémy, y de su madre, según atestiguó más tarde, aprendió a hilar y a tejer, a hacer las labores domésticas, pero mejor aún para ella, aprendió la fe. Fueron los labios de Isabelina Romée los que enseñaron a esta figura de la Historia a decir el Padrenuestro, el Avemaría y el Credo, a conocer los diez mandamientos... Fueron esos labios de madre, ese amor materno, los que le enseñaron el amor de Dios.
Juana se enamoró de su Señor. El patio de su casa lindaba con el templo de la villa, y a menudo, entre sus trabajos domésticos, cuando le quedaba algún tiempo de descanso, saltaba la tapia y se encaminaba a rezar ante el crucifijo y la imagen de Nuestra Señora.
Como niña, tomó parte de las fiestas y de la vida de su pueblo. Cantaba y bailaba, y era muy amada por todos los aldeanos. Cultivaba y vigilaba las vacas en los campos. Tenía buenas amigas, y era conocida por ellos como un ejemplo de niña piadosa.

Amor en medio del odio
Mientras tanto, Francia se hallaba sumergida en el caos de una guerra tan antigua que nadie recordaba sus inicios: La Guerra de los Cien Años, que duró de 1337 hasta 1453, y que era una disputa por el derecho a ser rey de Francia. En ese momento, los bandos enemigos eran los franceses, bajo la figura del delfín(príncipe heredero) Carlos, y los ingleses, liderados por Enrique VI. Como adición, los nobles de la zona norte de Francia, conocida como Borgoña, estaban enemistados con el delfín y se habían aliado con los ingleses, que prácticamente habían dominado la mayor parte de Francia.
La vida en la región era un completo caos: generaciones enteras habían crecido odiándose entre sí, tomando partido, y cada villa, cada aldea, cada pueblo era visto como otra mera posesión de la corona. Bandidos asaltaban en los caminos, soldados sedientos de batallas dirigían absurdas masacres... La guerra había llenado de odio el seno de Francia.
Una vez, soldados ingleses hacían incursiones cerca de Domrémy, villa fiel al delfín Carlos, y los aldeanos, pendientes del peligro, evacuaron sus casas, escondieron sus ganados y granos, y se refugiaron en una localidad cercana. Cuando volvieron, estaban en la ruina: su pueblo medio quemado, sus casas saqueadas, y el poco ganado que no lograron esconder, había sido masacrado solo por el placer de matar. Juanita, impactada, contempló el cadáver de un burrito que ella amaba con dilección, y se dio cuenta por primera vez del horror en que estaban sumidas Francia e Inglaterra.

Una decisión extraordinaria, una vocación de lo alto
Juana, de trece años, golpeada por la realidad, se refugió en el amor que le habían inculcado, y en ese amor que había aprendido a tener hacia Dios. Se decidió a contribuir por su parte a la defensa de su patria, pero más que nunca, confiando en el Señor. Y aquel verano, su vida cambió.
Estaba en el patio de su casa, cuando oyó que una voz la llamaba desde la iglesia, y una luz deslumbrante aparecía desde allí. Tras varias veces de repetirse el suceso, y tras saltar la tapia y dirigirse al templo, se le apareció san Miguel Arcángel, quien le comenzó a aconsejar mucho sobre su vida personal.
Cabe acá entender algo: antes siquiera de partir hacia la batalla, los primeros consejos e instrucciones que Juana recibió de Dios se referían a su vida cotidiana. Ella entonces comenzó a trabajar con alegría, con fe, dedicando cualquier pequeña molestia a la gloria del Señor. Amable y cándida, empezó a frecuentar la confesión, y a asistir reverentemente a misa todos los días, para comulgar y así recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor. Juana creció en gracia y sabiduría, y a los diecisiete años, Miguel le dijo que se acercaba la hora de hacer algo por Francia.
Nuevas voces y nuevas apariciones le guiaron ahora: santa Catalina y santa Margarita, ambas vírgenes y mártires. Ya desde la primera aparición de san Miguel Juana había hecho voto de virginidad perpetua: quería dedicarse por completo al servicio del Señor. Y ahora, el Señor avalaba su deseo juvenil: defender su patria.
Juana, una muchacha de diecisiete años, confiaba en sí misma, y en Dios. No se ponía límites a lo que podía lograr con ayuda de Él. Esa confianza ciega, basada en un amor inconmesurable, le adjudicaron una misión que pasó a la historia: dirigir la defensa de Francia, lograr la coronación del delfín Carlos, y liberar a Francia de la guerra con los ingleses.

La Doncella guerrera
Después de muchas aventuras, fue llevada ante el delfín, quien para probar que ella de verdad era enviada por Dios, se escondió entre la multitud. Cuando llegó al salón de la corte, Juana se dirigió directamente y sin dudar ante él, a pesar de que no le había visto nunca en su vida, y de que en aquel tiempo no existían fotografías. Poco después, convenció a Carlos de su misión, y le fue dada la comandancia del ejército de Francia.
Juana de Arco ahora era una guerrera. Pero a pesar de alcanzar tan alto cargo, seguía siendo una muchacha humilde en su corazón. No sabía leer ni escribir, y amparada en el amor hacia Dios y en sus frecuentes conversaciones con Él y con sus enviados, logró hacer de aquellas fuerzas armadas un ejemplo. Durante su capitanía, las tropas nunca se presentaban a batalla sin haberse confesado y comulgado. Los abusos con prostitutas, borracheras y glotonerías se acabaron. Juana dejó bien clara la misión del ejército francés: no debían ir en busca de aventuras, sino ir a defender a su patria, y liberar a los oprimidos, con particular cuidado hacia pobres y marginados.
Y así, Juana reconquistó gran parte de Francia. Se le llamó "La Doncella de Orléans", por la primera ciudad que liberó. Y finalmente, logró la coronación en Reims del delfín, ahora rey Carlos VII, el Bien servido(1429).

Captura, y un juicio falso
Juana sentía que su misión había terminado. Sin embargo, no le fue permitido regresar a Domrémy, y se la mantuvo atada a sus funciones en el ejército como una forma de darle esperanza al mismo. Juana se refugiaba en la oración y la eucaristía. Un día, finalmente, fue capturada por los borgoñones tras una fallida batalla, y fue enviada a los ingleses.
Al fin, éstos tenían en sus manos a su gran enemiga, pero también un problema: si la mataban así sin más, la transformarían en una mártir(históricamente hablando). Así, decidieron que lo mejor era desacreditarla, y precisamente con aquello que le dañara más: acusándola de herejía. Ella, santa y dócil, ejemplo de mujer cristiana, era acusada de haberse apartado de la fe de Jesucristo.
Los ingleses fueron más lejos: se pusieron de acuerdo con varios curas y obispos franceses, traidores a su patria y corrompidos por las ansias de poder. El juicio contra Juana fue todo menos eclesiástico: fue una farsa para dañar su imagen. Un juicio donde la acusada(considerada menor de edad a pesar de tener diecinueve años) no tenía abogado defensor ni testigos, y donde las actas eran continuamente manipuladas para evitar que se reflejara su inocencia.
Mas en la prisión, Juana no perdió la fe: desesperó muchas veces, pero al final siempre se acercaba de nuevo al amor de Dios. Era la etapa del conflicto: su propia pelea con Dios que le hacía aprender a amarlo más, y a confiar más en Él. Alejada por sus captores de la confesión y la comunión, atada con cadenas e incluso a punto de ser violada varias veces(si bien nunca lo lograron), Juana se refugió en la oración. Dios le daba fuerzas.
Y vaya que se las dio. Ella fue juzgada por teólogos y obispos, por filósofos y profesores de la Universidad de París... Y era una joven campesina que no sabía siquiera leer ni escribir. Sin ayuda, sin abogado, sin testigos. Sola ante un tribunal que ya se había decidido a condenarla. Empero, ella sola los dejaba callados. Ella, humilde como era, nunca se quebró: no cayó en ninguna de sus trampas, y muchas veces los jueces salían llenos de cólera al ver que no le podían ganar a una aldeana analfabeta.

"Que tu fuerza sea la gracia que tienes en Cristo Jesús" (2 Tim. 2, 1)
Cuentan las actas del juicio que una vez un interrogador llamado Beaupère le preguntó que por qué Dios no se había comunicado directamente al rey de Francia. Juana respondió: "No sé si es la voluntad de Dios: sin la gracia del Señor yo no haré nada". Ante esa afirmación, su peor enemigo en el juicio, el obispo Cauchon, se levantó, y le preguntó si se sabía en gracia de Dios. Muchos protestaron, incluso entre los acusadores: era una pregunta capciosa. Si Juana respondía que sí, cometía pecado grave de orgullo. Si respondía que no, anulaba sus declaraciones juradas acusándose de perjurio. Pero Juana se soltó del lazo con esta respuesta impresionante:

"Si no estoy en gracia, quiera Dios concederme ese don; y si lo estoy, quiera Dios no privarme de él, pues nada me daría tanta pena como saberme excluida de la gracia de Dios. No obstante, creo que si estuviera en pecado la voz del Cielo no se dignaría a hablarme".

El rostro de Cauchon en ese momento hubiera sido digno de tomarle una foto. Los demás acusadpres sonreían divertidos al ver cómo la joven había callado al interrogador. Pero más aún, su respuesta merece un cuidadoso análisis de nuestra parte, jóvenes del siglo XXI.
Juana estaba siendo juzgada y traicionada por miembros de la Iglesia. Y a pesar de eso, ella nunca dejó de tener fe en Cristo. Y mucho menos pensó en alejarse de la Iglesia. Como humana que es, los miembros de la Iglesia cometemos errores, y ella lo sabía. ¿Cuántas veces no debió de orar por sus interrogadores? A ella le bastaba saber que Dios la había fundado, y como estaba tan enamorada de Dios, no podía apartarse de ella. Su fidelidad a la Iglesia se prueba en cómo ella repetidamente pedía ser enviada al Papa para ser interrogada... Pero la iniquidad de sus jueces se reflejaba en como, a pesar de ser muchos de ellos sacerdotes y obispos, preferían juzgarla según sus propios intereses personales.
Muchas veces en nuestra vida diaria, nos podemos topar con gente dentro de la misma Iglesia que nos juzga, nos desalienta. Más aún al ser jóvenes, que de muchos modos se nos critica. Pero no podemos perder el norte de nuestra vida. Con todo y sus defectos humanos, la Iglesia fue fundada por Cristo, y si no fuese necesaria, ¿por qué se habría tomado Él la molestia de fundarla? A pesar de todos los rechazos y yerros que podamos contemplar, seamos fieles a Cristo, y por ende, a su Iglesia. Y una nota más: si sabemos que hay problemas, ¿qué ganamos con abandonarla? Vale más seguir adentro, aportando nuestro granito de arena para lograr ese cambio tan necesario, para permanecer fieles al Señor... Como Juana.

La muerte de la santa
Al final, el juicio terminó, y Juana fue condenada a morir en la hoguera. Logró de sus captores el permiso de confesarse y comulgar antes de morir. Luego, llena de fe y confianza en Dios, subió a la estaca, en la ciudad de Ruán, donde se celebró el juicio. El pueblo quedó impactado ante su fe y su confianza, ante su entereza. No estaba aterrada, no desesperaba, no lloraba ni suplicaba por su vida. La amarraron, y ella le pidió a su confesor tener ante ella un crucifijo en alto para verlo mientras era ejecutada. ¡Ojalá nosotros también contemplásemos el misterio de la Cruz y del amor de Dios al momento de nuestra muerte!
El pueblo se enfurecía. Se daban cuenta del engaño, y los jueces, temerosos, se brincaron el protocolo, y sin leer la sentencia, le prendieron fuego a la leña. Juana, entre las llamas, contemplaba el crucifijo. Incluso ese dolor se lo ofrecía al Señor, y lo aceptaba con gozo. Antes del suplicio, se había arrodillado y rezado, había pedido perdón a los presentes por sus errores, y había perdonado a los que le habían hecho mal. Pidió que rezaran por ella. Y ahora el pueblo, y hasta muchos de los jueces, se arrepentían, y lloraban su muerte, aquel 30 de mayo de 1431. 
Entre las llamas, Juana declaró su fe. Reafirmó su inocencia y su plena confianza en Dios. Y su última frase era solo una palabra. El nombre de su Amado. "¡Jesús!".

El final de la épica de su vida
Sus cenizas fueron echadas al río Sena por los ingleses, pero su historia se convirtió en leyenda. Durante el juicio, había profetizado con exactitud que antes de que pasaran siete años, los ingleses sufrirían grandes derrotas, y perderían sus posesiones en tierras francesas. Así fue: cinco años después, Carlos VII recuperó París de manos inglesas, y para 1453, la Guerra de los Cien Años la había ganado Francia.
Pero Juana de Arco seguía difamada. Al final el papa Calixto III recibió en el Vaticano a Isabelina Romée, esa madre amorosa que había enseñado la fe a su hija. Impresionado por la injusticia del caso y la piedad de la madre, Su Santidad ordenó revisar el juicio, y tas las indagaciones, se descubrió que había sido fraudulento, y se declaró inocente a Juana. Su nombre fue limpiado, y precisamente, el primer pueblo en el que creció más firmemente su devoción fue en Ruán. Allí, un templo dedicado a su memoria fue erigido en el lugar en que fue quemada.
Finalmente, Juana fue beatificada en 1894, y canonizada en 1920. Hoy es, entre muchas otras atribuciones, santa patrona de Francia.

Qué le debemos a santa Juana de Arco

Juana de Arco fue una heroína de su patria, pero antes una heroína de su fe y de su vida personal. Como vimos antes, anhelaba estar siempre en gracia de Dios, y decía que nada le apenaría más que saberse excluida de ella. No se quedaba quieta ante las injusticias, y decidió desde muy temprana edad hacerle frente.
Juana también vivió con sencillez y alegría su relación de amor con Dios. Se dejó enamorar por Él. Se preocupó de conocerlo, para amarlo mejor, hablando con Él en sus oraciones, oraciones que culminaron en conversaciones con el Señor.
Sus decisiones las dejaba en las manos del Señor. Sus sueños, sus metas, sus aspiraciones, sus amistades, sus relaciones de familia, todo se lo dedicó a Él. Confió en Él en la adversidad, y a pesar de tener sus conflictos(como en toda relación humana) supo llevar adelante ese amor y asumir un compromiso.
Tal vez nosotros no dirijamos un ejército, pero estamos en medio de las batallas de nuestra vida. Pongamos en nuestra mente el ejemplo de Juanita, de esa joven cuya confianza y constancia se veían movidas por el amor. De esa joven irreductible que confiaba en Dios, y que ganó la mayor de las guerras: la conquista de la santidad.
Tal vez nosotros no seamos directamente juzgados y condenados por un tribunal eclesiástico corrupto, pero a menudo tenemos que lidiar con los errores y pecados dentro de la misma Iglesia. Y, como Juana, podemos permanecer firmes en la fe de Dios, dando el ejemplo, y aportando nuestro granito de arena, que aunque mínimo, marca la diferencia.
Tal vez nosotros no seamos quemados vivos en la hoguera, pero muy a menudo somos martirizados por el fuego del rechazo humano, de las dificultades, de las pruebas y de la asechanza de las tentaciones. Como Juana, podemos hacer de esa hoguera una purificación, un paso al Cielo, con nuestros ojos fijos en Cristo Jesús.
Como Juana, nosotros, jóvenes, podemos dejar nuestra huella en la historia, si confiamos en Dios y no renunciamos a nuestros sueños.
Y como Juana, nosotros jóvenes, podemos alcanzar la santidad. Porque a Juana no la consumió el fuego de la hoguera. La consumió el fuego del amor de Dios.

Santa Juana de Arco, ruega por nosotros.

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