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18 de agosto de 2011

Las armas del soldado de Cristo

Hace poco hablamos acerca de que somos soldados de Cristo, como nos lo recordaba san Pablo en 2 Tim. 2, 3. Precisamente es el mismo apóstol quien en otra carta profundiza acerca de esa idea, y nos da toda una descripción de cómo debe ser nuestra armadura para esta batalla que presentamos.

"Fortalézcanse en el Señor con su energía y su fuerza. Lleven con ustedes todas las armas de Dios para que puedan resistir las maniobras del diablo.Pues no nos estamos enfrentando a fuerzas humanas, sino a los poderes y autoridades que dirigen este mundo y sus fuerzas oscuras, los espíritus y fuerzas malas del mundo de arriba.
"Por eso, pónganse la armadura de Dios, para que en el día malo puedan resistir y mantenerse en la fila valiéndose de todas sus armas. Tomen la verdad como cinto y la justicia como coraza; pónganse el buen calzado del deseo por propagar el Evangelio de la paz. Tengan siempre en la mano el escudo de la fe, y así podrán atajar las flechas incendiarias del demonio. Por último, usen el casco de la salvación y la espada del Espíritu, o sea, la Palabra de Dios.
"Vivan orando y suplicando. Oren en todo tiempo, según les inspire el Espíritu. Velen en común y perseveren en sus oraciones sin desanimarse nunca, intercediendo en favor de todos los santos, sus hermanos.". Ef. 6, 10-18.
 
Lo primero en toda guerra: ¿quién es nuestro aliado, y quién nuestro enemigo?
Para mí, hubo algo que marcó mi proceso de Confirmación, y fue cuando un sacerdote me dijo lo que significaba ese sacramento: ser soldados de Cristo, militantes de Cristo. Un buen soldado obedece a su general, y si se equivoca, asume las responsabilidades de lo ocurrido y repara el error, y se asegura de no volverlo a cometer. Un buen soldado no se mantiene quieto esperando que lleguen instrucciones directas de su general, sino que adelanta el trabajo en lo posible, pensando en los objetivos que ya estaban planteados. Un buen soldado sabe que pelea en compañía de su batallón, y no los deja solos en el peor momento, sino que vela por ellos como si de sí mismo se tratara.
Y a eso podemos añadir una ventaja: Cristo ya ganó esta batalla. La ganó aquel viernes 7 de abril del año 30 d. C, cuando sacrificó su vida por todos nosotros, y así, realizó lo que hoy celebramos cada vigilia pascual: Muriendo, destruiste nuestra muerte; resucitando, restauraste nuestra vida. Ahora, pues, lo que nos queda es dejarnos atrapar por esa victoria, sentirnos vencedores con Él, por Él y en Él, desechar nuestros pecados y así, darle muerte a nuestro peor enemigo: nosotros mismos, en nuestra inclinación por pecar.
Ya lo dice san Pablo: "no nos estamos enfrentando a fuerzas humanas, sino a los poderes y autoridades que dirigen este mundo y sus fuerzas oscuras, los espíritus y fuerzas malas del mundo de arriba."  El Diablo y compañía quieren alejarnos de Dios, mediante sus múltiples artimañas, pero recordemos que "si Cristo está con nosotros, ¿quién podrá contra nosotros?" (Rom. 8, 31). ¡Ánimo! Ya Dios ha vencido, y nos da las armas para que podamor rematar a nuestro enemigo. Es, ni más ni menos, la armadura de Dios.
 
La Armadura de Dios
Esta armadura, como bien lo dice el texto bíblico, nos permitirá mantenernos firmes en el día malo, es decir, en lo más cruento de la batalla. Para ello, hemos de usar todas nuestras armas, todo lo que conforma este ajuar de batalla que el mismo Cristo nos da, a través de su Iglesia.
 
El Cinto de la Verdad
La primera pieza de la armadura es, aunque parezca nimia en el combate, el cinto, o cinturón. Empero, para aquellos días era una parte vital de la armadura, que determinaba que estuvieses listo para cambiar rápidamente tu táctica en medio del fragor de la lucha. En el cinto se colgaba la espada, es decir, se mantenía lista el arma, de modo que no se la abandonase por accidente, y se la tuviera lista para la acción. Ya veremos más adelante cuál es la espada, pero recordemos cuál es el cinto: es el cinto de la verdad.
Como cristianos, como miembros de la Iglesia, siempre debemos fundamentarnos en la verdad. El mismo Jesús es la Verdad, porque es Dios, y no hay engaño en Él. Manteniendo ceñida la verdad como se ciñe un cinto, siempre tendremos a mano esas armas que nos permiten salir adelante, seguir triunfantes. Sin el cinto, nuestra espada se perdería, la extraviaríamos fácilmente. Sin la verdad, nuestras acciones se asientan en el frágil cimiento de la mentira y el fanatismo.
 
La coraza de la justicia
Aquí no hay duda: la coraza sirve definitivamente para defenderse. Protege las partes más vulnerables del cuerpo, a nuestro corazón. Detiene los golpes enemigos, y aunque producen dolor, no dañan, porque esta parte de la armadura es fuerte y resistente, casi inamovible.
La coraza del cristiano es la justicia, porque es aquello que debe defender y que le defiende. Es aquello que protege su corazón de las estocadas de las vanidades y el egoísmo. El cristiano es justo, camina en los caminos de Dios y ama como Dos, y así, cualquier golpe que reciba, cualquiera ataque, le podrá doler, sí, pero no le acabará. Antes bien, como cuando la adrenalina de los soldados se enardece al sentir el golpe en la coraza, el cristiano que vea atacada la justicia no dudará en reforzar su defensa y ataque del amor de Dios.
De igual manera, la justicia nos protege, pues viene de Dios. Es fuerte, inamovible, es perfecta, pues la verdadera justicia nos recuerda nuestra dignidad y el amor que Dios nos tiene. A pesar de que traten de herirnos, a pesar de que traten de masacrarnos, sabemos que el que a hierro mata a hierro muere, y eso se aplica también para lo bueno. Quien bien hace, el bien recibe.
 
El calzado del celo por el Evangelio
En el ejército romano, antiguamente se usaba un tipo de sandalias llamado "caliga"(en la foto), las cuales tienen unas características algo particulares. Como tenían unos clavos en la suela, la caliga permitía tener un mejor sostén en los terrenos más escabrosos, y en medio de la batalla, podía fungir como arma al darle al enemigo una patada con esa peligrosa suela.
La caliga que nos recomienda san Pablo es la del celo por propagar el Evangelio. "Celo" no es lo mismo que "celos". Los celos son esas clásica reacción en la cual una persona se siente dueña de la otra, y le molesta que esté con alguien que considere su rival. Pero el celo es el amor ardiente de alguien por otro alguien, ese amor que consume, que no permite dejar de pensar en el o lo amado. Así, el celo por el Evangelio es eso: el extremo amor por la Buena Nueva del Señor Jesucristo, amor que nos hace movernos y proclamarlo pues, de otra manera, no hallaríamos la paz, ya que la Palabra del Señor grita dentro de nosotros como un fuego encerrado en nuestros huesos. (Jer. 20, 9).
Esa caliga del celo por el Evangelio nos permite no resbalar en los caminos difíciles, sino tener un buen asidero para seguir adelante, aún cuando parezca que la cuesta sea empinada y el sol abrasador. Y por otro lado, proclamar la alegría de encontrarnos con Dios, de esa amistad verdadera con Él, siempre será como darle una buena patada al Diablo.
 
El Escudo de la Fe
Dice san Pablo, nos permite atajar las flechas incendiarias que nos lanza el Enemigo. Este escudo no es cualquier égida o adarga. Nosotros lo recibimos de la Iglesia, pero nosotros tenemos la tarea de irlo reforzándolo, restaurándolo, completándolo. De igual manera que nos puede proteger si lo mantenemos fuerte y preparado, un escudo delgado, herrumbrado o abollado nos hace más débiles ante la embestida de los contrarios.
Nuestra tarea con la fe es hacerla crecer, hasta que nada la pueda arrancar, sino que, más bien, lance sus semillas y éstas germinen en los demás. Como ya habíamos hablado en un comentario al Evangelio, la fe significa confianza, y en última instancia significa amor. Nuestra fe, nuestra confianza, nuestro amor con Dios han de aumentar día con día, reforzando nuestra relación con Él.
No permitamos que alguien que no tiene a Dios nos Le arrebate, a Él, el mayor tesoro que jamás podremos obtener. Porque este tesoro, si se quita, se pierde para ambas partes, pero si se comparte, aumenta la ganancia.
 
El Casco de la Salvación
El casco es otra parte defensiva de la armadura, que protege ya no nuestro corazón, sino nuestro cerebro, nuestro intelecto. Un golpe o herida en la cabeza puede ser fatal, ya que si no mata, puede dejar severamente impedido a un soldado, tal vez causando parálisis o afectación de las funciones cognitivas(vaya, qué médico sonó eso).
Muchas veces nosotros tenemos esos ataques a nuestro intelecto, en la forma de desesperaciones. Nos agobia lo que hay a nuestro alrededor, y tenemos miedo de no lograr lo que se nos ha encomendado. Esas desesperaciones sí que pueden afectar nuestras funciones cognitivas, perdiendo la fe en nosotros mismos, perdiendo nuestra autoestima, perdiendo nuestra esperanza.
De igual manera, pueden paralizarnos, haciendo que no nos decidamos a tomar las decisiones que debamos tomar, o que no nos lancemos a nuevos retos por temor a fracasar.
Pero la Salvación es recordar lo que ya hemos citado, que si Cristo está con nosotros, nadie podrá contra nosotros, ni siquiera nosotros mismos, si queremos lo contrario. Por más fuerte que sea la tormenta, siempre podremos caminar sobre las aguas, si mantenemos nuestros ojos en Cristo Jesús. Y que, sobre todo, nuestras preocupaciones, nuestras angustias, nuestros miedos, los podemos dejar en manos de Él, y Él lo llevará todo a feliz término. Solo debemos confiar que la batalla ya está ganada, que solo queda terminar de luchar.
 
La Espada del Espíritu(es decir, la Palabra de Dios)
Un soldado que va a la batalla sin espada es casi como que va a hacer turismo de alto riesgo. ¡No está en nada! Olvidó lo más importante: aquello que no solo le permitirá vencer a su enemigo, sino también salir vivo de la contienda.
Ningún soldado, por muy Rambo que sea, va a ganar una batalla a punta de cabezazos con casco, patadas con caligas o golpes de escudo. Necesita una espada, algo afilado que atraviese las corazas enemigas, y con lo cual pueda hacer algo más que huir de aquí para allá tapándose con su armadura.
Pues bien, la espada del cristiano es la que nos da el Espíritu, es la Palabra de Dios. Meditándola y teniéndola presente, nos podemos abrir paso a través de las hordas enemigas, liquidando las tentaciones y pecados que pretendan herirnos, y logrando llegar sanos y salvos(golpeados tal vez, pero con honrosas cicatrices de batalla) a la celebración del triunfo.
La Palabra de Dios no es solo la Biblia, también está contenida en la Tradición. La doctrina de la Iglesia nos permite conocer mejor a Jesús, acercarnos más a Él, amarlo cada vez más, y así, vencer en toda lid.
Además, un verdadero buen soldado(y nótese el doble adjetivo) aprende, mejora en su combate, En nuestro caso, aprendamos de nuestro general, para lograr acercarnos cada vez más a su estilo de batalla. Porque aprender a ser como Cristo es la fórmula de la santidad.
Y un último apunte. Nuestra espada tambíén es Cristo mismo, porque Él es la Palabra Viva de Dios(Jn. 1,1).
 
El Ejército del Señor
Ya para finalizar, recordemos que ningún soldado va a la guerra solo. Eso sería un suicidio. Dios nos ha dado compañeros de batalla que nos protejan, nos defiendan y nos apoyen en nuestra lucha. Dios ha formado un ejército auténtico, unido no por la violencia sino por el celo a su Señor. Un ejército contra el que nada podrán hacer las fuerzas del infierno y de la muerte(Mt. 16, 18). Por supuesto, ese ejército es la Iglesia.
Y en toda buena armada, todos sus integrantes están en constante comunicación y preocupación por los demás, y muy en especial están atentos a las instrucciones del General y tratan de hablar con él lo más posible para entender bien el plan de batalla y las misiones que hay que efectuar. Así es como la oración se convierte en un arma poderosa también. Nos permite estar atentos, ser fuertes, estar al día con las estrategias y las tácticas por aplicar. También nos permite estrechar lazos con nuestros compañeros de batalla, y especialmente, con nuestro General. Nos alimenta y nos da las fuerzas para seguir adelante. Nos ayuda a saber que no estamos solos, y nos permite ayudar a los demás, aunque estemos a kilómetros de distancia.
Y no olvidemos la provisión más importante de todas, el pan lembas de todo católico: la Santa Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre del Señor. Como ese alimento, ninguno.
 
A modo de conclusión
Así pues, hermanos, ¡ánimo! ¡Ganemos la batalla de nuestra vida, levantemos el estandarte de la victoria que tiene forma de Cruz! ¡El Señor ya ha vencido, y podremos vencer con Él! Solo recordemos llevar nuestra armadura completa y darle mantenimiento a cada parte de ella para que no se eche a perder.
Y al final, cuando la batalla está ganada, el soldado no se va con las manos vacías. Se lleva un botín de amores recogidos, rescatados, en el capo de batalla. Se le da su merecido salario por el servicio prestado, auqneu este fuese por amor. Y se le invita a la celebración de la victoria, una fiesta eterna en la cual compartiremos por los siglos de los siglos con Nuestro Señor.
Sí, San Pablo, tienes toda la razón:  "no nos estamos enfrentando a fuerzas humanas, sino a los poderes y autoridades que dirigen este mundo y sus fuerzas oscuras, los espíritus y fuerzas malas del mundo de arriba." (Ef. 6, 12). Pero también tuviste razón al decir: "si Cristo está con nosotros, ¿quién podrá contra nosotros?" (Rom. 8, 31). Que este sea el grito de batalla de todo cristiano. ¡No! Tengo uno mejor, más sencillo, pero más potente. Ante la guerra en nuestra vida, solamente entonemos:

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